Desde mi infancia he crecido rodeado de naturaleza, vivir en un entorno natural como Doñana o Marismas del Odiel despertó en mí la vocación de una sociedad naturalista que alzaba la voz en pro de la conservación de los ecosistemas y biodiversidad del planeta.
Quizás gran parte del compromiso que adquirí se debió a la permisividad de mis padres cuando traía a casa cualquier animal salvaje herido, o lo afortunado que era al contar con grandes amigos apasionados por el medio ambiente, además de los grandes naturalistas que moldearon y transmitieron los verdaderos valores naturales que irrevocablemente calaron en mí.
Años felices y productivos sucedieron, compaginando mis estudios con proyectos y labores de campo a nivel local y nacional, añorantes recuerdos de pequeños y curiosos naturalistas que imitaban a grandes figuras como Darwin o Linneo, seguidos de largas jornadas de anillamiento científico y observación de vida animal.
Desde entonces mi destino se volvió libre y diferente a todos los demás, de alguna manera plantaron una semilla que terminó germinando o quizás, ya nací con ella dentro de mí.
Y así continuó mi juventud, y sin llegar a darme cuenta comenzó a despertar en mi anhelos de vivir fuertes e intensas emociones, el núcleo esencial del alma humana y que todos llevamos dentro. Años de grandes cambios vinieron, dejando adormecido el mundo de la ciencia y la investigación por otro tanto o más emocionante aún, el deporte y la montaña, una conjunción que mezclada y llevada a su máxima expresión me condujeron a la aventura, esa palabra que todos llevamos dentro y que a veces nos pone al límite físico y mental.
Cualquier disciplina de montaña en sus cuatro estaciones me atraía y desarrollaba. Primero como aprendiz de grandes maestros, hasta llegar a la autosuficiencia y tomar las riendas de mi propia intuición. Desde las altas cumbres de nuestros principales macizos montañosos a las profundas y oscuras cuevas y cimas. Descenso de cañones, caudalosos ríos y travesías a pie moldearon nuevamente mi vida hasta ponerla a prueba y en peligro en más de una ocasión.
Siempre tuve miedo pero siempre pensé que «la posibilidad de vivir quedaría destruida si dejáramos que la vida se rija por la razón» Alexander Mcdels.
Definitivamente no malgastaría mi vida tratando solamente de existir.
De esa forma pase a la madurez, continué buceando en las profundidades de la vida y empecé a embriagarme con antiguas historias de exploradores perdidos en las brumas del tiempo.
De tanta lectura comencé a sentir el romanticismo de los viajes y la emoción de descubrir algo nuevo en cada rincón del mundo, «un eterno impulso humano que nos incita a poner a prueba nuestras fuerzas, ingenio y sabiduría solo por la necesidad de reducir los márgenes de lo desconocido», así de certero lo dice la Sociedad Geográfica Española.
De ese modo comencé a viajar y cruzar fronteras, a soñar y buscar la belleza de lo salvaje, «siempre con el valor de quien arroja el corazón más allá del obstáculo y cree en el progreso, corre riesgos que el resto de personas no son capaces de aceptar», bellas palabras de Elisabeth Revol.
Porque, al fin y al cabo el hombre debe perseguir lo que excede a su comprensión si no, para que existe el cielo.
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© Teo González Ι 2024
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